Cada mañana se levantaba antes que el sol. Recogía sus doloridos huesos del colchón y anhelaba los años que habían dejado unos terribles surcos en su piel.
Cogía a su inseparable compañero de madera y salía a dar el paseo de siempre que cada día costaba más y más.
Sentado en una esquina detestaba el superpoder de ser invisible que la edad le había regalado. Una palabra amable, un gesto cariñoso. Pequeños detalles que significaban tanto y que ya apenas recibía.
Se despidió del día con una mueca de tristeza sabiendo que mañana sería igual que hoy. Sabiendo que el futuro nunca más volvería a ser incierto. Sabiendo que su final a pocos le iba a importar. La mayor crueldad de Dios fue inventar la vejez.
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