Encendió una llama que calentaba un antiguo continente. Ese al que pertenecía su sonrisa, aquel que burlaba a la tristeza.
Una ladrona entró abrigada por la sombra de sus besos y robó sus miradas distraídas, que entregó en una bandeja de plata y no opuso resistencia.
Su tacto, fino escudo sensible a sus caricias, eriza su superficie con el abrazo de su aliento, con la calidez de su lengua. Sintió perder el alma en cada gemido.
Sus deseos se volvieron anhelos y comenzó a rezar al dios en el que no creía. Arrojó al viento miles de plegarias para que no se marchase, para que a su lado anidase. Enredó sus dedos ente su pelo y se dejó morder. Un escalofrío recorrió su alma y se acomodó en la locura que ella le hacía sentir. Sabía que iba ser largo, por lo menos hasta el final de esta vida.
Y así fue como desapareció. ¿La última vez que lo vieron? Se había encerrado entre sus brazos y no volvió a salir.
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