jueves, 9 de septiembre de 2021

Deja que me vaya

 Aquella planta del hospital podía ser el lugar más triste o el más alegre del mundo. En ella vivían, al menos durante un tiempo, niños con una maldita enfermedad que no entendía de edades, ni de dulzura ni de inocencia. 

Siempre les decía de broma que no tenían un pelo de tontos mientras les pasaba la mano por su cabeza calva, y todos reaccionaban con una sonrisa alegre. Por muy mal que se encontrasen, la sonrisa de un niño nunca desaparece. 

Siempre me sorprendió su ausencia de miedo ante la muerte, básicamente porque nunca han aprendido a tenerlo y eso hacía que pudiesen disfrutar aquellos últimos momentos. Los padres que se quedan siempre recuerdan las sonrisas de sus hijos que calientan levemente un corazón roto. 

Nunca me olvidaré de la pequeña Laura. Una niña con una mirada especial, con una luz única. Pero que poco a poco se fue apagando. Me gustaba mirarla en la distancia acompañado del silencio, para disfrutar de su energía. Muchas eran las horas que pasaba hablando con ella y a pesar de su corta edad, su madurez parecía infinita. Quizás había aprendido a valorar la vida por la calidad de los momentos vividos. 

Pero su madre nunca se paró a disfrutar de ella aquellos días que tanto la necesitaba. Siempre estaba hablando con los médicos y buscando lo mejor para su niña, sin darse cuenta que lo mejor para ella era tener a su madre al lado y cogerle la mano para no sentirse sola. Laura cada día dormía más, cada vez le costaba más seguir una conversación y empecé a temerme lo peor. Su madre no dejaba de hablarle y decirle todas las cosas que iban a hacer juntos. Magníficos planes, fiestas increíbles, cruceros asombrosos... Laura levantó su débil mano y la posó sobre la cara de su madre y le dijo suavemente: "mamá, deja que me vaya"

A la mañana siguiente Laura se fue allí donde su madre no podía alcanzarla. Aquel día, aquella planta fue el lugar más triste del mundo. 



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