Miradas esquivas, frases fabricadas que intentaban devolver una normalidad que había desaparecido. Ella se sentó al lado de su hija y la miró a los ojos intentando encontrar esa alegría que tanto cantaba de niña. Y no la encontró.
Él, marido de su único tesoro, guardián de lo más valioso que jamás podría poseer, deambulaba por aquellas baldosas arrastrando un nerviosismo que lo delataba. La madre miró las manos de su hija, temblorosas. Miró su rostro y pudo ver cómo las lágrimas habían dejado un leve surco en su maquillaje. No iba a preguntar, no quiso destapar un dolor que se oculta tras un labio que tiembla.
Encontrando una excusa en el despiste, la madre argumentó que se le había olvidado el desayuno, mandando al marido de su hija a comprar. Él vio un claro en sus nubes por el que desaparecer y sin mediar palabra, salió. La madre, con la soledad como único testigo, cogió las manos de su hija y le dijo "vámonos de esta prisión para no volver hija, nadie te juzgará por haber amado demasiado"
Ella empezó de nuevo, lejos de los golpes e insultos. Lejos del fango y la mierda. Ahora solo le quedaba recordar cómo era sonreír.
No hay comentarios:
Publicar un comentario