sábado, 15 de febrero de 2020

Agustín

No hay más ciego que el no quiera ver,  dice el refrán.
Llevaba una vida normal, con mi trabajo, mi mujer,  mi casa... No pedía ni quería nada más. Mi vida en aquel pueblo chico era absolutamente apacible.  Todos me conocían,  me encantaba su cultura y riqueza.  El orgullo llenaba mi boca cuando hablaba de mi tierra.  Sin darme cuenta, me dejé llevar y los años corrieron tan deprisa como los años jóvenes.
Recuerdo el primer día que tiré algo al suelo sin querer. ¿Con qué  me había dado? Y sobre todo ¿de dónde había salido? La culpa, siempre de la torpeza.  Se hubiese quedado en una mera anécdota sino fuese porque ese tipo de accidentes se repetían cada vez más y de forma más frecuente. La negación de lo evidente es el primer escudo que hay que derribar para llegar a afrontar una dolorosa realidad.
Con el tiempo la situación se volvió  insostenible, era evidente que algo sucedía.  Todos sabían que algo me pasaba y habían empezado a desconfiar de mi.  Una chispa de inseguridad empezó a arder en mi interior.  Decidí ir al médico.  Miles de hipótesis y conjeturas para hablarme de porcentajes por tal de no decir claramente que no sabían qué  me pasaba...  Pero cada vez iba a peor.  Cada vez desaparecían más objetos de mi campo de visión. Cada vez eran más comunes los tropezones.  Mi inseguridad iba en aumento.  Recuerdo que una mañana fui a coger el reloj de pulsera que había puesto encima de la mesita la noche de antes. Busqué y busqué pero no lo encontraba. Cabreado y empujado por la prisa, pregunté a mi esposa.  Se acercó a mi, me cogió del brazo en un gesto de dulzura infinita y me respondió con una suavidad absoluta: "está donde lo habías dejado"....
La primera vez que oí hablar de operación me sobrevino un escalofrío.  Nunca me habían intervenido hasta entonces y el miedo me robó las palabras. Me pondrían una especie de lentillas dentro del ojo para poder agudizar mi visión.
La cual  mejoró después de la operación durante un tiempo.  Nunca recuperaría lo que había tenido, pero ya no iba a peor.  Envidiaba la gente que no conocía la sensación de sentirse limitado, pero mi espíritu luchador no me iba a dejar venirme abajo.   Cada día agradecía a dios la salud que tenía, el trabajo y mi mujer maravillosa que me apoyaba incondicionalmente.
Pero la vida es un carroñero que siempre muerde donde huele sangre.  Volví a notar que mi visión empeoraba. Las cosas que no estaban colocadas delante mía desaparecían y siempre tenía un cardenal adornando mi cuerpo.  Abandonamos toda esperanza en la sanidad pública y empezamos a ver médicos de pago suplicando una respuesta.
Retinosis pigmentaria. Me costó aprenderme el nombre que nunca volvería a olvidar. Una enfermedad degenerativa del nervio óptico que tendría como fin la ceguera.  ¿Como asimilar que nunca volvería a ver la cara de mi madre, amigos, familia.... De mi mujer? Nunca volvería a ver la cara que me enamoró, el rostro que ha sido mi referente durante tanto años. Ni mi cara tampoco.  No vería como nos hacíamos viejos juntos.  No paraba de pensar en todo lo que me iba a perder ¿olvidaría como es un atardecer, como son los colores...? Encerrado para siempre en una mazmorra abrazado a la oscuridad más absoluta.   El mundo se me vino abajo. La palabra depresión empezó a rondar mi mente.
Un buen día, un pensamiento cruzó mi mente como una estrella fugaz "mientras estas llorando, no estas disfrutando de los regalos de la vida" así que decidí salir a la calle y grabar en mi mente las imágenes que algún día dejaría de ver.  Empecé a darme cuenta que la vista es solo un sentido más y que mi felicidad no iba a depender de ella.
Ya solo veo un poco de luz en un punto lejano, demasiado lejano.  He aprendido a andar con bastón y curiosamente me tropiezo menos que antes.  He aprendido a hacer tareas que antes eran cotidianas. Y he descubierto aficiones antes desconocidas para mi: leo y escribo en un idioma que pocos conocen. Cada mañana entreno en un gimnasio donde he encontrado amigos verdaderos. Corro la San Anton de Jaén con ojos prestados.  He conocido la bondad de la buena gente cuando realmente dependes de ellos.
Ahora puedo decir sin lugar a dudas que SOY CIEGO, Y SOY FELIZ.

No hay comentarios:

Publicar un comentario