miércoles, 26 de febrero de 2020

Tu corazón

Un primer susto cuando apenas tenía tres años de edad hizo sonar todas las alarmas.  Apenas recuerdo el dolor agudo en el pecho.  Pero nunca olvidaré la cara descompuesta de mis padres al despertar.

El miedo a jugar, a saltar o a divertirme me acompañaba en mi infancia, marcada por un profundo defecto en el corazón.  Soy como un coche al que se le tiene que cambiar el motor, así me lo ha explicado mi padre. Y cuando eso pase, dejaré de ver a los niños por la ventana para poder ir a jugar con ellos.

La feliz noticia llegó el día que menos lo esperaba. Aquella llamada me generó una mezcla de miedo e ilusión difícil de entender para un niño de mi edad.

Miles de tubos, luces y pitidos me abrazaban en mi camino  al quirófano.  Sin apenas dormir por los nervios, saludaba las miles de caras de alegría e ilusión que habían ido a desearme las mejores de las suertes. Sólo unos ojos ajenos enmarcados en lágrimas de dolor no sonreían.  Pertenecían a un hombre serio que sin pestañear me dijo "haz que merezca la pena"

Mucho dolor y rehabilitación acompañaron los siguientes días a mi operación, pero todo había salido bien y pronto sería un niño más.  Sin poder olvidar la cara del hombre triste,  pregunté y pregunté hasta que logré averiguar que era el padre de la niña dueña del corazón que yo ahora llevaba en el pecho.  Una ola de gratitud infinita inundó mi cuerpo y necesitaba hacer un gesto precioso de generosidad.

Pocos días después de conocer la dirección de aquella familia rota, recibieron por correo un oso de peluche y una carta explicando quien era, que su hija me había salvado la vida y que una parte de ella seguía viva en mi.  Que en ese oso había grabado los latidos del corazón de su hija que ahora latía en mi pecho y que si lo abrazaba con fuerza lo podrían volver a escuchar.

Una profunda y sincera amistad surgió entre nosotros.  No sólo gané un corazón, también gané una familia.

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