jueves, 12 de marzo de 2020

El inmigrante

Tuve la sensación de morir varias veces durante el viaje. Una cuerda separaba la vida de la muerte y me agarraba a ella con todas mis fuerzas. El mar embravecido nos golpeaba a todos en aquella patera y eran muy pocos los que sabían nadar. Llantos, ojos de pánico que gritaban auxilio y algún rezo era lo único que se escuchaba.

Todos mis ahorros habían ido a parar a aquel viaje.  Una promesa de una vida mejor para mi y mi familia, lejos de la cruel guerra que tantos amigos se había llevado. Cerraba los ojos y podía ver a mi mujer, con mi pequeño en brazos diciéndome adiós y mi hija mayor con los brazos cruzados y sin querer mirarme, era su forma de decirme que no quería que me fuese.  

Pude contar hasta tres personas que se cayeron al agua. La noche los ocultaban pero podías escuchar sus gritos de auxilio.  Ese auxilio nunca llegó, a unos pocos metros teníamos vecinos ahogándose y no podíamos hacer nada.  Apretaba los ojos, los dientes y los dedos contra la cuerda, suplicando no ser yo el siguiente. 

Horas que me parecieron años pasaron hasta que por fin vimos unas luces acercarse a toda velocidad y escuché un idioma que pensé que era el de los ángeles. Fui el tercero que subió a aquel gran barco rojo.  No fue hasta que cogí la bebida que me ofrecían que me di cuenta que tenía las manos llenas de heridas producidas por la cuerda. Me aferré a la vida con todo lo que tenía. 

Empieza una nueva vida lejos de mi casa, lejos de mi familia.  Mi única meta es poder abrazarlos de nuevo. Nadie te dice que el camino a la felicidad no es fácil, pero no por eso hay que dejar de andarlo.

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