Todos mis ahorros habían ido a parar a aquel viaje. Una promesa de una vida mejor para mi y mi familia, lejos de la cruel guerra que tantos amigos se había llevado. Cerraba los ojos y podía ver a mi mujer, con mi pequeño en brazos diciéndome adiós y mi hija mayor con los brazos cruzados y sin querer mirarme, era su forma de decirme que no quería que me fuese.
Pude contar hasta tres personas que se cayeron al agua. La noche los ocultaban pero podías escuchar sus gritos de auxilio. Ese auxilio nunca llegó, a unos pocos metros teníamos vecinos ahogándose y no podíamos hacer nada. Apretaba los ojos, los dientes y los dedos contra la cuerda, suplicando no ser yo el siguiente.
Horas que me parecieron años pasaron hasta que por fin vimos unas luces acercarse a toda velocidad y escuché un idioma que pensé que era el de los ángeles. Fui el tercero que subió a aquel gran barco rojo. No fue hasta que cogí la bebida que me ofrecían que me di cuenta que tenía las manos llenas de heridas producidas por la cuerda. Me aferré a la vida con todo lo que tenía.
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