miércoles, 23 de septiembre de 2020

Libre de pecado

Destrozado en su inmensidad se plantó ante la catedral y miró al cielo. Quiso gritar y maldecir pero sabía que llovería sobre el suelo en un día despejado. Con pausa y sin razón cruzó las enormes puertas del magestuoso edificio y un fuerte olor a incienso lo recibió. 

El silencio sepulcral rondaba cada esquina y unos leves susurros pronunciaban palabras sagradas con promesas de abrir las puertas del cielo. Cortos fueron sus pasos, pero su eco fue inmenso. Rostros pintados por artistas, tallas que representa miles de años de historia adornaban cada rincón sagrado. Con el corazón sobrecogido no quiso molestar y en una esquina se sentó.

Miradas cargadas de prejuicios lo sentenciaron. Avergonzado agachó la cabeza pero siguió pétreo en su banco. Sintió el ambiente enrarecido a su alrededor y sabía que su sola presencia había molestado. Pero no se levantó. Miró sus ropas roidas, su piel ensuciada por la ausencia de agua durante tantos días, su barba desaliñada por no tener con qué cortarla. Pronto entendió el problema.

Un hombre con largo atuendo se acercó con sigilo y sin mirarle a los ojos le susurró al oído "aquí no tenemos nada para ti". 

- Yo creo que sí.

- No quiero una polémica. Esta es la casa del señor, debería salir sin montar un espectáculo. 

- Efectivamente, es la casa del señor. Ese señor que me ha abandonado, que no escucha mis plegarias, que no cuida de su rebaño. 

- Dios está en todos y cada uno de nosotros. Usted está aquí gracias a él.

- ¿Es usted el representante de Dios en la tierra?

- Así es hermano. 

- Entonces es Dios el que me dice a través de sus labios que no me quiere en su casa por mi aspecto. Sin ni siquiera saber el motivo que me hizo entrar.

- Yo...

- No diga nada. Ya lo ha dicho todo. Ofrecen ayuda a quien no lo necesita. Hablan de evitar el pecado en el que ustedes habitan. Predican el amor que ustedes no son capaces de dar. No se preocupe, me voy a marchar porque me ha ayudado ha entender que he perdido mi religión. 

Con la puerta cerrada a su espalda, miró al cielo y comprendió que no necesitaba una misa que guiase su vida. Entendió que el único dogma que necesitaba era el de las aguas puras de pecado de su corazón. Y después de tantos días, sonrió sabiendo que estaba más cerca de Dios que cualquiera que rezaba dentro de aquella catedral.



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