jueves, 5 de noviembre de 2020

Lo siento

 No hice nada malo. No hice nada que no hiciesen cientos de personas, pero fui uno de los pocos elegidos, desgraciadamente. Unas cervezas con unos amigos en el parque de siempre. Las risas conocidas que llenaban mi necesidad de relacionarme, de conocer, de madurar.

Mil veces había oído las típicas frases vacías de sentido: "ten cuidado", "no hagas el tonto", "no te quites la mascarilla". Pero sentía la inmunidad típica que la inmadurez me regalaba. Una increíble fiesta que no conocía de normas ni leyes me recibió aquel sábado noche. Risas, juegos y unos preciosos ojos negros al otro lado del gentío presagiaban momentos inolvidables. La mañana me saludó en brazos de aquella preciosa joven de nombre desconocido. Sus besos fueron mi desayuno y prometimos volver a vernos más pronto que tarde.

La primera tos de mi madre no tardó en llegar. Oídos sordos fueron mi respuesta. Su deber con su familia no aminoró lo más mínimo, pero cada vez se encontraba peor. Mi hermana pequeña se preocupó y no paraba de abrazarla. ¡Cuánto amor incondicional con un solo gesto! La fiebre se volvió preocupante y enseguida le hicieron una prueba. Nunca ser positivo fue tan negativo. 

Una maldita pandemia ignorada se hizo realidad de la forma más cruel. El viernes por la noche ingresaron a mi madre, nunca la había visto tan mal. Mi hermana pequeña empezó a sentir los síntomas y todo lo que un día había sido mi mundo empezó a tambalearse.

Llevaba varios días sin poder ver a mi madre y con mi hermana encerrada en su cuarto sin poder salir, solo visitada por la fiebre que no la abandonaba. Los médicos me hablaban de un delicado estado de salud de mi madre que no quería entender, no podía entender. Si ella nunca se había puesto mala, era invencible ¿Cómo podía estar en una cama luchando por su vida? Un día cualquiera, los médicos me dejaron verla a través de un fino cristal que se convirtió en mi muro. La alegría e ilusión se congeló al ver la realidad de aquel estado tan demacrado. Apenas podía intuir su rostro con tantos tubos invasores. Noté que intentó simular normalidad cuando apenas podía respirar. Le escribí una carta, le dije que le quería mil veces, pero no podíamos ni escuchar nuestras voces. Acaricié el cristal como si fuese su piel y cinco minutos después, tuve que marcharme sin imaginar que iba a ser la última despedida.

Pocos días después falleció. Sentí cómo arrancaban una parte de mí y se acurrucaba al lado de ella en aquel ataúd. Nunca había llorado tanto. No le dije nada a mi hermana esperando que mejorase, pero nunca ocurrió. Ingresada al día siguiente del entierro me informaron de severos daños neurológicos producidos por el mismo virus. Nunca se recuperaría, nunca volvería. Fui un joven inconsciente que pagó muy caro el error de no saber escuchar. 

Las pruebas fueron irrefutables. Yo fui el portador de una enfermedad que me dejó sin mi madre y solo me dejó el cuerpo  hueco de mi hermana. Ya no tengo a nadie a quien pedir perdón, ya solo puedo cuidar a mi hermana para el resto de mi vida.  



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