lunes, 7 de diciembre de 2020

La mejor carcajada

 Había una vez un Rey malvado y apático que prohibió la risa en su reino. Cualquiera que riese abiertamente sería azotado públicamente y sus vienes serían requisados. 

Pasaron los años, los lustros, las décadas y a la población se le olvidó lo que era la risa. La tristeza se había extendido por todos los rincones y la oscuridad habitaba en cada uno de los corazones. 

El Rey, ruin en su ineptitud, sentía como un triunfo el haber sometido de una forma tan firme a todos sus habitantes. Pero seguía sin ser feliz y el mal humor lo cautivaba. 

Un día, un comerciante de lejanas tierras trajo un novedoso artilugio que quería vender al reino. Con su carro repleto con su importante mercancía, se dirigió a las puertas del castillo. Por el camino se percató de la oscuridad en la mirada de aquellas personas. Sin alma ni brillo se arrastraban por las calles como sombras permanentes.

El comerciante preguntó por la puerta que debía utilizar para entrar a un viejo soldado. Tras las indicaciones el comerciante preguntó. 

- Soldado, me he dado cuenta que todos estáis tristes y nunca reís. ¿Por qué?

- Comerciante, un buen día, el Rey prohibió la risa tras una tragedia que nadie conoce. Han pasado tantos años que nadie recuerda cómo se hace. Y las nuevas generaciones ni siquiera saben qué es.

El comerciante pidió audiencia con el Rey. Fue recibido en un enorme y frío salón. Nada adornaba las paredes, solo había oscuridad y tristeza que se acumulaban en las esquinas de la cansada mirada del Rey. Sin medir sus palabras y empujado por la valentía de la juventud, el comerciante preguntó.

- Majestad, venía a presentarle un maravilloso artilugio que creo que puede cambiar su vida y la de sus súbditos. Pero no puedo dejar de preguntarme el motivo del porqué prohibió la risa - el Rey, malhumorado por la pregunta, se removió en su trono y dijo con gran disgusto. 

- Porque hace muchos años, iba paseando distraído por los jardines de palacio y sin darme cuenta, pisé un puñado de estiércol, empezé a andar a la pata coja buscando un banco en el que sentarme con tan mala suerte que me resbalé al tomar asiento y empecé a tambalearme hasta que caí de culo en una fuente poco profunda. Esa caída provocó que el zapato manchado con estiércol saliese disparado de mi pie y se alojase en mi cabeza. Así que me vi con la cabeza llena de estiércol y el culo mojado. Cuando me levanté, un jardinero que había visto todo se empezó a reír de mi torpeza y desde entonces impuse la ley que prohibía reír. 

El joven comerciante intentó aguantar todo lo que pudo, pero al final tuvo que dejar escapar una sonora carcajada acompañada de unas enormes lágrimas que bañaban su rostro. Sus rodillas se doblaron y acabó en el suelo siendo su contagiosa risa lo único que se escuchaba en aquella sala.  El Rey, incrédulo ante aquella situación, empezó a sonreír tímidamente, subiendo la intensidad cada vez más hasta acabar riéndose a carcajadas junto con el joven comerciante. Pocos minutos después, todos los sirvientes de la sala empezaron a reír, luego todo el palacio y al final todo el reino rompió en una sonora risa. 

El reino volvió a lucir con la luz de antaño. El Rey se dio cuenta de lo estúpido que había sido durante años y derogó la injusta ley.  Nombró al joven comerciante consejero de fiestas y festejos, el cual creó un pabellón de la risa llamado risódromo, que era donde la gente iba para hacer reír y reírse; y nunca más hubo un rincón en el reino sin una risa de fondo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario