domingo, 9 de agosto de 2020

Mi querido monstruo

 Un manto invisible ocultó al monstruo que vivía en ti. O quizás mis ojos de madre no quisieron ver que mi hijo podía ser imperfecto.  

Cada vez que te veía llegar a casa sin apenas poder moverte y hablando un lenguaje que solo tú entendías, pensaba que era una inocente borrachera espontánea y que la juventud era sinónimo de locura. 

Pero se empezó a volver cada vez más frecuente, cada vez más fuerte. El recuerdo de mi precioso hijo susurraba que eras perfecto y mi ayuda necesaria llegó tarde. Incluso cuando tus ojos gritaban que no podía más, me quedé sin hacer nada.

Marcas rojas en los brazos, extrañas bolsas con restos de un polvo blanco y tú, hijo mío, durmiendo en un charco de tu propio vómito. Era el mejor momento del día. Tu despertar era el preludio del terremoto. Con los ojos inyectados en sangre me pedías un dinero que yo necesitaba para poder comprar comida, no quise contar los kilos que perdí por no tener nada que comer. La vergüenza me impedía pedir ayuda.

Las lágrimas eran toda la compañía que tenía a diario. Te habías llevado todo lo que tenía algo de valor para venderlo y mi cuerpo cada vez estaba más lleno de moratones ya que tu ira era infinita cada vez que no conseguías algo con lo que comprar dinero. El día que me quedé desnuda ante ti para mostrarte que ya no tenía nada más que darte, vi una chispa de pena en tu mirada, pero pronto tu necesidad la borró.

Cada día me preguntaba cómo me verías a través del monstruo. Si me reconocerías, si aún sentirías cariño por mí.  Cada día me preguntaba si aún me seguías queriendo, si recordabas nuestros juegos de cuando eras niño. Cada día, suplicaba que entrases por esa puerta volviendo a ser quién eras. Cada día, me arrepentía de desear que te encerrasen de por vida en una cárcel y no te dejasen salir.

La policía ya te conocía y siempre intentaba convencerles de que eras un buen chico. Pero el robo con fuerza empezaba a ser tú única fuente de ingreso y la familia, amigos y vecinos nos habían dado la espalda.

Mi infierno empezaba en el momento que abrías los ojos, pero no te iba a abandonar pues eras mi hijo. Quise ver la luz del túnel cuando, después de pasar un tiempo en la cárcel, saliste listo para cambiar. Mi orgullo te abrazó y creí ciegamente en tu cambio. Hablamos con médicos y psicólogos y todos los días seguías una pautas que se te hacían muy difíciles seguir. Quise ayudarte con mis gestos de cariño

Pero el infierno más cruel empezó el día que volvió a llamar la policía a mi puerta. De nuevo le ha vencido ese maldito monstruo, pensé, y habías vuelto a robar a una pobre chica abrigado por la noche. Pero esta vez volviste a atravesar tu vena  por última vez. Tu cuerpo no pudo soportar la mezcla de droga y fármacos que tomabas y el monstruo por fin venció.

Y ahora veo el alivio en los ojos de los que me dan el pésame. Y yo pienso ¿Que hago ahora, muerta en vida, sin mi hijo al que abrazaba? Pocos eran los segundos en los que el monstruo me lo devolvía, pero cada uno de ellos merecía la pena.


No hay comentarios:

Publicar un comentario