domingo, 23 de agosto de 2020

Un rey hueco

 Había una vez un Rey sin corazón, con la piedad distraída y aconsejado por la arrogancia. Todo un mar de súbditos rendidos a su voluntad, nadie hablaba más alto del susurro para no despertar al monstruo que llevaba dentro. 

Mirando siempre a través del desprecio, el rey paseaba su poder por las calles, disfrutando como miles de miradas se enmarcaban en el suelo y no se levantaban hasta que hubiese pasado. 

No sabía lo que era la amistad y tampoco la quería. Firme creyente de que los amigos, el amor y la bondad te hacen más débiles. Pasaba la mayor parte del tiempo solo, desconocedor de una sana conversación, nadie lo había escuchado reír nunca. 

Un día, el reino entró en guerra con un viejo enemigo. Todo preparado para la batalla, el arrogante rey no preparó el combate. No sabía de estrategias, no estudió al enemigo, nunca habló con sus generales. Aún así, confiaba en la victoria, cegado por su propia vanidad. 

Rodeado de enemigos y con su ejército rendido, el Rey sintió miedo por primera vez. Suplicó por su vida y sus rodillas sintieron el peso de su cuerpo. El rey enemigo, sabedor de su carácter, tomó una sorprendente decisión.  Llevaría al Rey a su reino y sus propios súbditos decidirían si lo ejecutaba o si lo dejaba vivir. 

Amordazado en mitad de la plaza. El Rey enemigo invitó al pueblo derrotado decidir sobre la vida de su Rey. El recuerdo de su tiranía recorrió la mente de todos los que presenciaban la escena. El Rey derrotado suplicaba con la mirada y una sensación de arrepentimiento inundaba su corazón. Si alguna vez hubiese imaginado que su vida iba a depender de sus súbditos, nunca los hubiese tratado mal. 

"Deja que viva" dijo una lejana voz entre el pueblo. Todos empezaron a buscar el origen de aquella frase, y un viejo aldeano se acercó apoyado en su bastón.  "Conozco a este nefasto Rey desde que era un bebé y siempre ha sido ruin y rencoroso. El peor Rey que nunca podríamos tener. Pero está hundido y derrotado, si lo ejecutamos ahora, seríamos igual que él y yo no podría vivir con el recuerdo del rencor en mi alma. Así que yo voto porque viva, porque sé que soy mejor persona que él" 

Todos lo que estaban allí aplaudieron las palabras del anciano y votaron que lo liberasen. Con lágrimas en los ojos, el Rey vencido se levantó ya sin ataduras y corrió para refugiarse en su castillo. No dijo gracias pues nunca aprendió a decirlas. 

Pocos días después paseó como siempre por las calles de su reino y pudo observar como nadie le hacía una reverencia. Miradas de pena lo acompañaban y el Rey sabía que le debía la vida a toda aquella gente. Ahora era él quien agachaba la mirada al paso de sus súbditos. Sin saber cómo actuar, volvió al castillo. 

Con un conflicto infinito en su interior, el Rey no pudo aguantar y se suicidó. Había recibido mayor castigo que la ejecución. Había recibido una dosis demasiado grande de humildad y la vanidad le impidió aprender. Y ese fue el fin de la arrogancia en ese reino. Los siguientes mandatarios cuidaron y respetaron al pueblo pues todo se sustenta en ellos, y el reino vivió una etapa nunca conocida de prosperidad y riqueza, pero sobre todo, de felicidad.



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